EL PUENTE





Cuentan que aquel reino era muy rico y próspero. La gente vivía con más de lo que necesitaba, el lujo y el derroche era lo más común en los pueblos y ciudades de aquel lugar. Sus habitantes sólo vivían para trabajar y ganar más riquezas, para así tener más cosas que les hicieran alcanzar la felicidad, pero como nunca la alcanzaban, siempre estaban trabajando para ganar más riquezas.

Toda aquella prosperidad fue posible gracias a la inteligencia y el trabajo sin descanso, de día y de noche, de uno de los ministros del Rey, el más fiel de sus servidores. Su manera de organizar y dirigir la economía del reino hizo que este fuera el más rico de todos los reinos.

El Rey estaba muy satisfecho con él, y le apreciaba tanto, que lo quería como a uno de sus hijos. Entre otras muchas cosas, le había regalado uno de los más lujosos palacios donde vivir, y cualquier cosa que deseara, por costosa que fuera, la tenía al instante.

Pero una mañana el ministro del Rey se encontró cansado. Eran muchos los años  trabajando sin descanso, de día y de noche, hora tras hora. Levantó la cabeza para tomar un respiro, ¡su primer respiro en la vida! Miró a través de su ventana y vio el saliendo por el horizonte. Era la primera vez que se fijaba en una cosa tan sencilla.

Entonces, un rayo de aquella luz del amanecer le entró de repente por sus ojos, se paseó por sus oídos, le hizo cosquillas en la nariz, bajó hasta el corazón y de un chispazo se lo encendió iluminándolo por dentro. Hasta ahora su corazón había estado apagado, a oscuras, pero ahora, encendido por la luz de aquel misterioso rayo, el ministro vio claro por primera vez y se dio cuenta de que estaba vacío por dentro, no había el menor rastro de felicidad.

Su corazón estaba lleno de todo menos de eso. Riqueza, comodidad, prestigio, lujo, buena posición social no eran suficiente para llenarlo, así que decidió dejarlo todo y se marchó en secreto para buscar lo que le faltaba; si no lo hacía así no le dejarían marchar.
Dejó al Rey una nota escrita explicándoselo todo, pero el Rey cuando la leyó no entendió nada. Se entristeció mucho al saber que se había ido. Lo apreciaba tanto como a un hijo, así que mandó buscarlo.

El tiempo pasaba y nadie daba con su paradero. El Rey prometió una recompensa millonaria para aquél que supiera donde estaba. Pasó un año hasta que el Rey tuvo noticias de su querido ministro. Le informaron que estaba bien y que era muy feliz, a pesar de vivir en una humilde y sencilla cabaña en la montaña, cerca de la única aldea del Reino donde las gentes vivían sencilla y fraternalmente sin tener más de lo que necesitaban para vivir.

El Rey se llenó de alegría, mandó que prepararan su carruaje y se puso en marcha para ir a por él personalmente. Tardó tres días y tres noches en llegar al lugar donde estaba.
El ministro, al oír llegar la carroza real y todo su séquito, salió a su encuentro lleno de alegría. Después de un intenso abrazo, el Rey le pidió que volviera a su lado como Consejero del Reino, y le prometió más descanso en su trabajo.

El ministro accedió a la petición del Rey, cosa que llenó de entusiasmo al monarca. Pero le puso una pequeña condición; sólo si la cumplía, volvería con él a ocupar el puesto de Consejero. La condición era muy sencilla: que el Rey tomara una taza de café en su humilde cabaña.

El Rey accedió sin dudar y le dio su palabra, y el ministro, muy contento, le condujo hasta su cabaña. Para llegar a ella había que atravesar un puente colgante muy frágil sobre un gran precipicio. La ligera brisa del amanecer hacía que este puente se meciera de un lado a otro con suavidad.

El ministro lo cruzó alegremente hasta la otra parte, pero el Rey tuvo miedo y se detuvo, pesaba demasiado y temía por su vida, el puente colgante no resistiría su peso.

El ministro, desde la otra orilla, le dijo que Se desprendiera de su pesado abrigo de piel, de su corona de oro macizo, de sus pesados collares de piedras preciosas, de sus anillos reales, de su espada y de la bolsa con su dinero, así sería ligero como un pájaro y podría cruzar el puente que les separaba.

Pero el Rey se negó en rotundo a desprenderse de todo lo que llevaba encima y arriesgar la vida en esa locura.

      Ante esto, el ministro le dijo:                                                                                                                         
-    - Entonces majestad, regresad a vuestro mundo, y a mí dejadme en el mío.

Y el Rey se marchó entristecido con todo su peso intacto, y el ministro se le quedó mirando mientras el sol del amanecer inundaba todos los rincones con sus rayos.

(José Real Navarro)

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