LA PERLA
Había
una vez una princesa muy hermosa, hija de un gran rey, que tenía muchos siervos
y lindos vestidos. Lucía en su cabello las más ricas perlas preciosas y prendía
en sus velos relucientes monedas de oro y de plata.
Parecía tenerlo todo y aquello que no tenía se lo pedía a su padre y éste, un bondadoso anciano de barba blanca, mandaba a sus criados a lejanos países a conseguir lo que ella deseara.
Pero, a pesar de estar rodeada de tanto amor y riqueza, la niña estaba triste porque le faltaba una perla única y muy preciosa.
Un mercader venido de Oriente le había dicho que un sultán muy poderoso conservaba en su palacio esta maravillosa perla que decía que hacía feliz a todos los que la contemplaban.
Su padre, el rey, le dijo que era totalmente imposible conseguir tan preciada perla; ni siquiera pagando al sultán con todo su reino podría obtenerla, porque andaba en continuas y cruentas guerras contra ese monarca.
Entonces la princesa lloró amargamente porque quería sobre todas las cosas adquirir su perla.
Una noche cerrada y muy oscura se descolgó de una ventana y se escapó de palacio. Caminó por valles, ríos y montañas. Soportó las calamidades de la ventisca, la lluvia, el frío, la nieve y el asalto de los bandidos. Y después de mucho andar, cuando ya sus vestidos estaban ya hechos jirones, y ella hambrienta, enferma, y sentada al borde del camino, dio la casualidad que se encontró al mercader que le había hablado por primera vez de la existencia de la perla.
La joven contó al mercader sus desventuras.
- Yo te conduciré al palacio del Sultán - le dijo.
Y así cruzaron la ciudad y se encaminaron a la fortaleza, un castillo encaramado en lo alto de una montaña.
Al principio los guardias de la puerta cruzaron sus lanzas, les cerraron el paso y no querían dejarla entrar, porque no parecía una princesa, sino una mendiga. Pero cuando el mercader dijo que aquella muchacha de apariencia andrajosa era la hija del rey del país enemigo, el sultán, muy intrigado, la recibió, encargó a sus criadas que la lavaran, la perfumaran y vistieran con ricos velos y túnicas de acuerdo a su rango.
Cuando la princesa apareció ante el gran sultán, éste se quedó extasiado por su extraordinaria belleza.
- ¿Qué queréis de mi? - le preguntó mientras le hacía una gran reverencia.
- Vuestra perla, señor - respondió la princesa.
- ¿Mi perla? Es el mayor tesoro de mi reino. Pertenece a mi pueblo, no puedo dárosla. Pero ya que habéis hecho tan largo viaje, os permitiré contemplarla.
Llamó entonces a sus siervos y les ordenó que trajeran la perla a su presencia. Custodiada por una cohorte de soldados y transportada por hermosas cortesanas, le trajeron una arqueta de oro cubierta de piedras preciosas. El rey mandó abrirla y de interior hizo sacar un cojín de seda rojo sobre el que reposaba la preciosa perla.
La princesa, al verla, quedó estupefacta.
- ¿Esa es la perla? Pero si yo tengo cientos de perlas más grandes, más brillantes y hermosas que esa perla. ¿Para esto he hecho un viaje tan largo y he pasado tantas calamidades.
Entonces el sultán, que era un hombre sabio, sonriendo le respondió:
- Princesa, éste es el secreto de nuestro reino. Nadie había visto esta perla antes que vos y todos imaginaban mil maravillas sobre ella. Todos estaban convencidos de los beneficios que podía prestarles: salud, felicidad, abundancia, amor, juventud y belleza. La perla es para los habitantes de mi pueblo la misma medida de sus sueños; tan hermosa y llena de poderes como ellos pueden en su corazón desear e imaginar; y el mero saber que la perla está aquí, segura en este castillo, les da la paz y la confianza necesaria para ser felices. Pero como vos, la hija de mi enemigo, habéis viajado tanto e incluso arriesgado la vida para contemplarla, no podía negarme a que la vieras. Sólo os ruego que me guardéis el secreto.
La princesa se volvió muy triste a su país porque no pudo comprender el secreto de la perla. Tenía miles de perlas y piedras preciosas que más hermosa que aquella, pero no le decían nada porque sólo buscaba lucirlas o poseerlas. Ninguna podía hacerla feliz, puesto que ningua era del tamaño de sus sueños
Parecía tenerlo todo y aquello que no tenía se lo pedía a su padre y éste, un bondadoso anciano de barba blanca, mandaba a sus criados a lejanos países a conseguir lo que ella deseara.
Pero, a pesar de estar rodeada de tanto amor y riqueza, la niña estaba triste porque le faltaba una perla única y muy preciosa.
Un mercader venido de Oriente le había dicho que un sultán muy poderoso conservaba en su palacio esta maravillosa perla que decía que hacía feliz a todos los que la contemplaban.
Su padre, el rey, le dijo que era totalmente imposible conseguir tan preciada perla; ni siquiera pagando al sultán con todo su reino podría obtenerla, porque andaba en continuas y cruentas guerras contra ese monarca.
Entonces la princesa lloró amargamente porque quería sobre todas las cosas adquirir su perla.
Una noche cerrada y muy oscura se descolgó de una ventana y se escapó de palacio. Caminó por valles, ríos y montañas. Soportó las calamidades de la ventisca, la lluvia, el frío, la nieve y el asalto de los bandidos. Y después de mucho andar, cuando ya sus vestidos estaban ya hechos jirones, y ella hambrienta, enferma, y sentada al borde del camino, dio la casualidad que se encontró al mercader que le había hablado por primera vez de la existencia de la perla.
La joven contó al mercader sus desventuras.
- Yo te conduciré al palacio del Sultán - le dijo.
Y así cruzaron la ciudad y se encaminaron a la fortaleza, un castillo encaramado en lo alto de una montaña.
Al principio los guardias de la puerta cruzaron sus lanzas, les cerraron el paso y no querían dejarla entrar, porque no parecía una princesa, sino una mendiga. Pero cuando el mercader dijo que aquella muchacha de apariencia andrajosa era la hija del rey del país enemigo, el sultán, muy intrigado, la recibió, encargó a sus criadas que la lavaran, la perfumaran y vistieran con ricos velos y túnicas de acuerdo a su rango.
Cuando la princesa apareció ante el gran sultán, éste se quedó extasiado por su extraordinaria belleza.
- ¿Qué queréis de mi? - le preguntó mientras le hacía una gran reverencia.
- Vuestra perla, señor - respondió la princesa.
- ¿Mi perla? Es el mayor tesoro de mi reino. Pertenece a mi pueblo, no puedo dárosla. Pero ya que habéis hecho tan largo viaje, os permitiré contemplarla.
Llamó entonces a sus siervos y les ordenó que trajeran la perla a su presencia. Custodiada por una cohorte de soldados y transportada por hermosas cortesanas, le trajeron una arqueta de oro cubierta de piedras preciosas. El rey mandó abrirla y de interior hizo sacar un cojín de seda rojo sobre el que reposaba la preciosa perla.
La princesa, al verla, quedó estupefacta.
- ¿Esa es la perla? Pero si yo tengo cientos de perlas más grandes, más brillantes y hermosas que esa perla. ¿Para esto he hecho un viaje tan largo y he pasado tantas calamidades.
Entonces el sultán, que era un hombre sabio, sonriendo le respondió:
- Princesa, éste es el secreto de nuestro reino. Nadie había visto esta perla antes que vos y todos imaginaban mil maravillas sobre ella. Todos estaban convencidos de los beneficios que podía prestarles: salud, felicidad, abundancia, amor, juventud y belleza. La perla es para los habitantes de mi pueblo la misma medida de sus sueños; tan hermosa y llena de poderes como ellos pueden en su corazón desear e imaginar; y el mero saber que la perla está aquí, segura en este castillo, les da la paz y la confianza necesaria para ser felices. Pero como vos, la hija de mi enemigo, habéis viajado tanto e incluso arriesgado la vida para contemplarla, no podía negarme a que la vieras. Sólo os ruego que me guardéis el secreto.
La princesa se volvió muy triste a su país porque no pudo comprender el secreto de la perla. Tenía miles de perlas y piedras preciosas que más hermosa que aquella, pero no le decían nada porque sólo buscaba lucirlas o poseerlas. Ninguna podía hacerla feliz, puesto que ningua era del tamaño de sus sueños
me gusto la historia de la princesa pero no todo en la vida hay que tenerlo
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