LA RISA
En el oriental reino de Palimbus hacía años que no se celebraba ninguna fiesta. Es
más, el emperador había prohibido terminantemente cualquier expresión de alegría
o regocijo. Un decreto colgado en el exterior del palacio advertía que todo aquel
que fuera pillado in fraganti divirtiéndose sería encerrado en las mazmorras por
siempre jamás.
Un invierno llegó un viejo mago a la plaza de palacio. Vestía una túnica de colores
brillantes y esbozaba una tenue sonrisa. Esto le hizo sospechoso ante los soldados
del emperador, que empezaron a seguirle con sigilo.
Al principio, el mago se limitó a vagar por la ciudad, donde niños, hombres y
mujeres le miraban con temor. Los soldados no lo dejaban ni a sol ni a sombra. Por
eso, cuando el anciano se sentó en un banco del parque real a descansar, se
apostaron tras los árboles para tenerlo vigilado.
El viejo mago miró las cabecitas expectantes de los soldados: unos parecían
asustados, otros mostraban su furia y las ganas de apresarle, el resto se limitaba a
mirar con expresión grave.
Tras contemplar la escena con gran calma, el anciano de la túnica dijo:
− Estas caras tan serias me dan mucha risa.
Y acto seguido estalló en una formidable carcajada que se dejó oír por toda la
ciudad. Los súbditos se encerraron aterrorizados en sus casas. Tenían miedo de que
les culparan de la risa o, lo que es peor, que se contagiaran y acabaran en la
mazmorra, como iba a pasar con el viejo mago. ¿No dicen que la risa es contagiosa?
Mientras tanto, los soldados se llevaron preso al anciano. Sin preocuparse lo más
mínimo, el mago no sólo no se resistía sino que les acompañaba riendo y batiendo
palmas.
− ¿Te has vuelto loco? -le preguntó el capitán de los soldados-. ¿No te das
cuenta de que vas a pasar el resto de tu vida encerrado?
− Tal vez sea así –dijo el mago con lágrimas en los ojos-, pero no he podido
evitarlo. Mientras me vigilabais en el parque, he abierto un saquito con
polvos de la risa y …
− El mago no pudo continuar porque tuvo que dar paso a una nueva
carcajada, más fuerte aún que la primera.
− Estos polvos de la risa…-preguntó alarmado el capitán- ¿dónde los tienes?
− ¡Eso es lo más divertido de todo! -dijo el mago-. Pues ya no los tengo. Había
abierto el saquito para comprobar que seguían ahí cuando una ráfaga de
viento se ha llevado los polvos y el saco. Ahora están por todas partes.
La noticia hizo cundir el pánico entre los soldados. Empezaron a ponerse rojos
porque notaban cómo el polvo de la risa les había entrado por la nariz y no podían
permitirse reír.
Al llegar a las puertas de la mazmorra, uno de los soldados no pudo resistir más y
liberó una tremenda carcajada que retumbó en toda la plaza. Acto seguido, los
demás se dieron por vencidos y se pusieron también a reír. Al final incluso el
capitán sucumbió a la risa.
El escándalo que provocaban aquellos veinte hombretones y el mago fue tal que el
emperador salió furioso de palacio para administrar el castigo personalmente.
La población se ocultaba en sus casas, porque se había corrido la voz de que había
polvos de la risa en el aire y nadie estaba a salvo.
Sin embargo, el emperador -que estaba bastante sordo- aún no se había enterado
de lo que pasaba.
− ¿Cómo os atrevéis a reír en mi real presencia? ¿Queréis que os mande
cortar la cabeza?
− Por supuesto que no, mi emperador –dijo el capitán entre una carcajada y la
siguiente-. Lo que sucede es que este mago ha perdido un saquito de polvos
de la risa y ahora el viento los agita por toda la ciudad.
− Entonces estamos perdidos… ¿Cuánto dura el efecto de los polvos? -
preguntó el emperador al viejo mago.
− Unos quinientos años más o menos, señor.
− ¿Quinientos? –repitió el emperador-, y acto seguido estalló en una real
carcajada que se dejó oír por todo el reino.
“Si el emperador se ríe a sus anchas –pensaron los súbditos-, es que reír no debe
ser tan malo”, y salieron de sus casas a compartir su alegría. Todo el mundo en
Palimbus reía y se abrazaba, y el propio emperador decretó que aquel día sería
festivo hasta que cayeran rendidos de tanto reír.
El viejo mago fue nombrado consejero real y vivió en palacio hasta el resto de sus
días. Por cierto: nunca se encontró el famoso saquito de los polvos.
y el autor ?
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