EL HIJO
Un día David y su padre estaban cavando un huerto que había detrás de la casa, cuando tropezaron con una gran piedra.
—Tenemos que quitarla—dijo su padre.
—Yo lo haré—dijo David, queriendo ser útil.
Empujó y jadeó hasta quedar sin aliento.
—No puedo hacerlo—dijo, admitiendo su derrota.
—Yo creo que puedes—respondió su padre—, si intentas todo lo que crees que puedes.
David lo intentó de nuevo hasta que le dolieron los brazos y estuvo a punto de llorar.
—No puedo hacerlo—repuso—. De verdad que no puedo, papá. Lo he intentado con todas mis fuerzas pero no se ha movido ni una pizca.
—¿Has hecho realmente todo lo que te parece que puedes hacer?
David asintió con un gesto, pero su padre movió la cabeza:
—No, hay una cosa que has olvidado, si lo haces conseguirás mover la piedra.
—¿Qué es lo que he olvidado?—preguntó David.
—Entonces, tengo razón. Podías haberme pedido que te ayudara, pero no lo hiciste.
—Papá, ¿quieres ayudarme?—preguntó David.
El padre y el hijo aunaron sus fuerzas y empezaron a empujar. Lentamente, la piedra se movió hasta dejar libre el huerto. David se reía encantado:
—Lo hemos conseguido, papá.
Un buen pastor conoce muy bien a sus ovejas. Y las ovejas no hablan.
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