EL RAMO DE FLORES
Un día que nunca voy a olvidar, fue cuando conocimos a la abuela.
Yo tenía unos ocho años, y mis hermanos eis, cuatro y tres. Nosotros vivíamos en una finca cerca de Santa María de Catamarca, donde mi padre era el casero. Al morir el abuelo, la abuela se había a vivir con mi tío José a Berlín, y eso fue antes que mi madre se casase y naciéramos nosotros.
En aquel tiempo las distancias eran mucho más grandes que ahora. Lo más rápido que había para viajar era el avión, y eso si había dinero para pagarlo. Por eso, nunca habíamos conocido a la abuela.
Un día papá nos dijo que la abuela iba a venir a pasar unos días con nosotros, porque andaba enferma de los pulmones y el médico le había dicho que un cambio de clima le vendría bien.
Lo único que sabíamos de la abuela es que le encantaban las flores, y por eso papá nos recomendó a mí y a mis hermanos que le preparásemos un ramito para ofrecérselo de bienvenida.
Conseguir flores no es fácil en Catamarca porque el clima es bastante seco. Mis hermanos se pasaron la mañana entera buscando y rebuscando por todas partes para formar un ramito de flores para la abuela.
Yo, descuidado como siempre, salí a jugar con mis amigos y me olvidé por completo del asunto. Afortunadamente, después de comer recordé que había visto en la sacristía de la iglesia unas flores de plástico. Así que para allá fui y, sin que nadie me viera, saqué unas cuantas. Volví a casa con mi ramo, que quedó bastante bonito.
Cuando nos avisaron de que la abuela llegaba, corrimos a esperarla en la puerta con n uestros ramos. Miré con desdén los ramitos miserables de mis tres hermanos: un jazminito medio deshojado, dos rosas un poco mustias y unos cuantos dientes de león desordenados. En cambio, mi ramo era imponente: varias flores grandes y bien planchaditas, de distintos colores.
Lo que no nos habían contado era que la abuela se había quedado ciega hace unos años, así que cuando entró fue tomando los ramitos de mis hermanos y, sintiendo su perfume, que era la única belleza que la abuela podía notar, les daba las gracias con un beso y un abrazo.
Imaginaos mi vergüenza cuando llegó mi turno y tuve que entregarle mi majestuoso ramo, que ahora me parecía ridículo al lado de las suaves fragancias de los ramitos de mis hermanos.
La abuela llevó el ramo junto a su nariz pero sonrió como si nada. Cuando, al abrazarla, empecé a llorar, me besó cariñosamente y me dijo despacito al oído sin que nadie escuchase:
- Que esto te sirva de lección para el futuro: cuando hagas cualquier obra buena, hazlo con mucho amor; porque si no, por más grande que sea lo que hagas, si no lo haces con amor, es como un ramo de flores de plástico, y para Dios lo que vale es el perfume de tus buenas obras
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