EL GIGANTE



Fermín era un gigante simpático y hablador. Desde pequeño, Fermín se sentía un gigante diferente. Bueno, desde pequeño… no. ¡Los gigantes nunca son pequeños!, sólo jóvenes. Así que sería más correcto decir que, Fermín, desde muy joven, estaba convencido de que era un gigante diferente… y eso le amargaba el carácter.
En cualquier caso, tenía suerte. Su mayor problema se escondía en un calcetín. Fermín tenía tres dedos del pie izquierdo… verdes; y eso le había acomplejado siempre, porque no eran de un verde pálido que pudiese pasar desapercibido, sino de un verde fosforito que brillaba en la oscuridad.
Ni su padre, ni su madre… ni ninguno de sus tres hermanos… tenían lo dedos verdes y Fermín se preguntaba constantemente el por qué de su mala suerte. Dudó hasta de ser verdaderamente hijo de sus padres y se pasaba el día escudriñando los parecidos. Pero, tras hacerlo, una y otra vez llegaba a la misma conclusión: era igual que su padre y tenía la nariz exacta a la de su hermano Rigoberto…
No daba con una explicación para esos dedos del pie, verdes como espárragos. De modo que decidió que los ignoraría y para eso… era imprescindible no verlos. Se hizo un experto en quitarse los calcetines sin mirarse los pies. Aprendió a meterse en la cama de un salto para que ni siquiera sus hermanos pudiesen adivinar el brillo verdusco que refulgía en lo oscuro… y tenía zapatillas de andar por casa de todos los colores y miles de calcetines. Su par favorito era de color carne. Los utilizaba para fingir que se quitaba los calcetines y se quedaba descalzo. Pero nunca olvidaba del todo su desgracia, y ese “defecto” le molestaba hasta para caminar. Probó a no apoyar del todo el pie para ver si de ese modo los dedos perdían color: ¡nada! Estuvo casi un mes entero sin lavarse el pie izquierdo: tampoco sirvió de nada.
Y, aunque os parezca increíble… y por más que le querían su familia y sus amigos… nadie acertaba a adivinar el problema que hacía que Fermín no llegase a disfrutar del todo de las cosas.

 -          ¡Qué carácter tiene este hijo! – decía su madre cuando le oía protestar porque no quería ducharse.
-          ¡Eres un cascarrabias! – le decía su hermana Maica cuando jugaban sobre el césped con la manguera y se le mojaban las zapatillas.
-          ¿Por qué no quieres venir a la playa? – se sorprendían sus amigos.
-          ¡Debe usted cambiarse más deprisa! – protestaba el entrenador de su equipo de baloncesto cuando se demoraba en el vestuario.

Pero Fermín se sentía un gigante diferente. No se atrevía a sincerarse con nadie. Temía perder la aprobación y el respeto de los demás. Estaba realmente asustado de llegar a escuchar la burla de sus compañeros de clase:

-          ¡¡¡Dedos verdes!!!! – oía sin que nadie se lo hubiese dicho nunca.
-          ¿Qué? ¡A que te parto la cara! – contestaba airado.
-          ¿No te vienes? Pero… a ti… ¿qué te pasa? Te he preguntado que si vienes – le repetía con sorpresa su mejor amigo – ¡Desde luego estás como una cabra! ¡Te enfadas por todo!

Pero nadie se puede esconder eternamente. Y un buen día estalló su pesadilla.
-          Mañana empezarás con las clases de natación – le dijo su mamá – Eres muy alto y sólo si nadas tu espalda crecerá recta y fuerte como el tronco de un árbol.
-          ¿En la piscina?
-          ¿Dónde va a ser? ¿Hay otro sitio donde den clases de natación?
-          No – fue lo único que alcanzó a contestar.

Fermín peleó, lloró y pataleó… pero no encontró la manera de convencer a sus padres.
Llegó el día.Antes de entrar en el vestuario, unos segundos antes de que el mundo se le viniese encima… su hermana le puso en las manos unos escarpines de plástico.

-          Toma – le dijo – Sé que no te gusta enseñar los pies.

Estaba salvado. Corrió hacia el vestuario aliviado. Se puso el bañador y aquellos escondites de plástico que le había dado tan oportunamente su salvadora Maica.
Al salir, se acercó al borde del agua; dentro jugaba el equipo al completo.

-          ¡Chicos! – les llamó el entrenador – ¡venid, que os presente a Fermín!

Y Fermín les vio salir corriendo y dirigirse hasta él.
Su sorpresa fue mayúscula. Según se acercaban comprobó que en todos los pies brillaban algunos dedos verdes. Unos eran fosforito como los suyos, otros eran del color del césped… pero en todos los pies había algún dedo verde. Miró al entrenador y descubrió un enorme, y regordete, dedo gordo… verde como un semáforo abierto.

-          ¿Cuántos dedos verdes tienes tú? – le preguntó al comprobar que Fermín no apartaba los ojos del suelo.
-          Tres – se atrevió a contestar.
-          A ver… – pidió el entrenador ayudándole a quitarse el escarpín.
-          Serás muy alto – le dijo – Tus dedos brillan mucho.
Por fin entendía la razón por la que tenía los dedos verdes.
-          Los gigantes más altos tenemos los dedos del pie muy verdes. Cuantos más altos vamos a ser… más intenso es el color de nuestros dedos. ¿No te lo había dicho nadie… nunca… antes?

Pero él no pudo contestar. Le hubiera explicado que nunca preguntó, que no permitía que nadie le viese los pies, que era un tema del que no soportaba hablar… Si lo hubiera hecho se hubiera ahorrado un montón de sufrimiento… ¡pero no lo hizo! Así que se prometió no volver a tener miedo de lo que pensasen los demás y aliviado, como el que se quita un peso insoportable, se tiró al agua. Se zambulló feliz, completamente feliz.

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