EL CABO DE VELA
Heliodoro, famoso fabricante de velas allá por la Edad
Media, había pasado todo el día intentando vender sus velas en los pueblos de
la comarca, sin mucho éxito. Llegada ya la noche llegó a su ciudad con el carro
lleno de sus cirios. Era tan tarde que las puertas de la muralla estaban
cerradas.
Heliodoro sabía que la puerta estrecha nunca cerraba (cosa
que ocurría en toda muralla que se preciara de tal) , pero estaba orientada al
norte, cerca del quemadero de basuras, y no le apetecía pero no tuvo otro
remedio que ir hasta allí.
Al llegar, el guardia le dijo que él podría pasar; pero la
puerta era tan estrecha que todo su cargamento tenía que quedarse fuera hasta
la salida del sol.
Heliodoro aceptó, ¡qué remedio! Y entró en la ciudad.
Y ahora, en el barrio más alejado de su casa, poco transitado por él, ¿cómo orientarse en la noche? Si pudiera coger una de sus velas, lisas, rectas, blancas, de las que sirven en los altares de los santos, … pero se habían quedado en la puerta estrecha.
Y ahora, en el barrio más alejado de su casa, poco transitado por él, ¿cómo orientarse en la noche? Si pudiera coger una de sus velas, lisas, rectas, blancas, de las que sirven en los altares de los santos, … pero se habían quedado en la puerta estrecha.
Empezó a rebuscar entre sus ropas y así dio con un cabo de
vela, una humilde vela a medio gastar que estaba en su bolsillo. Lo sacó y lo
miró detenidamente: pequeño; de mil colores, porque estaba hecho de sobras de
grandes velas de adorno, pero con una mecha prometedora. La encendió y con
aquella pequeña luz consiguió llegar a su casa y descansar cómodamente hasta la
salida del sol para volver a por sus preciosos cirios.
Cuando Heliodo cerró los ojos, el cabo de vela terminó de
derretirse sobre la mesa y se apagó.
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