MAMÁ CIERVA

 



Los bosques que rodeaban la ciudad se convirtieron en el hogar de los ciervos. Allí vivían felices en torno a su guía, un ciervo majestuoso y dotado de un dorado pelaje que le hacía inconfundible.

En aquella ciudad vivía un rey con toda su corte. Y era su diversión favorita cacerías sin fin, que diezmaban ciervos y cervatillos. Los perniciosos efectos de estas cacerías no sólo los sufrían los ciervos, sino también los pobres campesinos, que veían cómo los cascos de los caballos reales pisoteaban sus mejores sembrados, destruyendo la esperanza de futuras cosechas.

Los campesinos terminaron por decir:

- Ya que no podemos alejar al rey de nuestros sembrados, alejemos a los ciervos, que son la causa por la que el rey y sus cortesanos destrozan nuestros huertos.

Los campesinos, provistos de troncos huecos y sonajeros de piel curtida, lograron que los ciervos que habitaban el bosque, fueran a morar a los jardines de palacio. Y así fue cómo los campesinos liberaron sus cultivos de la plaga del rey cazador.

El rey observó desde los balcones de palacio la hermosa manada de ciervos. Ya que no era necesario perseguir a los ciervos en el bosque, cada día sus hombres podrían matar uno de aquellos magníficos animales. Tan sólo puso una condición:

-Que nadie mate al ciervo grande de pelaje dorado. Es un ejemplar magnífico.

Pero la nueva situación era muy dolorosa. Para evitar sufrimientos inútiles, el jefe de la manada dijo un día:

-Debemos evitar el sufrimiento inútil de tantos hermanos de la manada que mueren en despiadadas agonías sin sentido. Por ello, cada día, uno de nosotros será elegido y se presentará ante los cortesanos. Así, de un solo golpe entregaremos nuestra vida y no sufriremos tanto.

Desde aquel momento, cada mañana uno de los ciervos de la manada era elegido a suerte para presentarse ante los nobles sanguinarios. Durante mucho tiempo así se hizo, hasta que un buen día recayó la suerte sobre una cierva joven que criaba un pequeño cervatillo al que amamantaba todavía.

La cierva se acercó, con lágrimas en los ojos, al gran ciervo de pelaje dorado y le dijo:

-Gran ciervo, la suerte ha recaído sobre mí y debo ir a palacio para entregar mi vida. Pero tengo un cervatillo pequeño, hijo de mis entrañas, que me necesita todavía. ¿No podría cumplir con mi turno dentro de algún tiempo, cuando mi hijo ya pueda valerse por sí mismo?

El gran ciervo pensó unos instantes, miró a su alrededor y contestó:

- Vuelve a tu pequeño. Ya me encargo yo de todo.

Cuando la joven cierva hubo marchado, él cruzó veloz los jardines de palacio y fue a situarse en el lugar de la víctima diaria.

Cuando el rey se dio cuenta, le dijo:

- ¿Cómo es que estás aquí? ¿No eres tú el rey de esa manada de ciervos?

- Estoy aquí precisamente por ser el rey de la manada. Escuchad: esta mañana tocaba el turno a una cierva joven que está criando a su pequeño. Yo he decidido ocupar su lugar y venir a la muerte para que ella cuide la vida nueva que está creciendo en mi pueblo.

El rey se estremeció ante el ejemplo de aquel ciervo.

- Os perdono la vida a ti y a la joven cierva -se apresuró a decir el rey.

-¿Pero, y el resto de ciervos y animales del bosque? -preguntó el ciervo.

- Retornad al bosque. Quiero que desde ahora mi reino sea el santuario de la vida. No tengáis ningún miedo, porque hoy he aprendido una gran lección de vida.

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