LA CEBOLLETA




Había una vez una vieja avara, que había vivido para sí, amasando una fortuna que nunca llegó a disfrutar, como les pasa a todos los avaros. No había ayudado casi en toda su vida a nadie, aunque por su puerta habían pasado muchos necesitados. Y así, poco a poco, durante toda su existencia, aquella vieja, que nunca, desde que creció, había dejado de ser vieja, se fue quedando sola, y murió, como morimos todos. Bueno, no exactamente como morimos todos: ella murió desesperada porque no se podía llevar consigo nada de lo que poseía.

Y llegó a las puertas del cielo. Allí la recibieron con los brazos abiertos, pero claro, le pidieron la entrada. Y la vieja, que venía enfadadísima por no haber podido traer siquiera un real en los bolsillos, dijo que no tenía nada con lo que pagar. Entonces le enseñaron un cartel que había junto a la puerta: “Lo que hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis. Firmado: Jesucristo, el Hijo de Dios”. Así que, le dijeron, la entrada sólo podía ser algo que ella hubiera entregado, porque el sentido de la vida es darla.

La vieja quedó pensativa, pero no pudo recordar nada; “y, además”, se dijo a sí misma, “yo he vivido toda mi vida para mí, o sea, que no me ha interesado nunca darle nada a nadie”. Con lo cual no pudo entrar en el cielo, y fue a las puertas del infierno, un estado en el que cada uno compartía la soledad consigo mismo, y la incomunicación era total.

Pero allá arriba, en el cielo, había un pobre niño, que había muerto de hambre, y que se llegó a Bartimeo, el encargado de poner la música en el Banquete, y le dijo: 

- Mira, Barti: resulta que acabo de acordarme de que esa buena mujer que no ha podido entrar, un día, en el que yo estaba desmallado, me dio una cebolleta. Y he pensado, no sé, que a lo mejor eso le puede servir como entrada.

Así que Bartimeo fue a hablar con Jesucristo, y éste estuvo de acuerdo en intentar que aquella mujer pudiera subir, si ella quería, naturalmente. Echaron un rato de cháchara con Satanás, que no tuvo ningún problema, aunque, como siempre, puso sus pegas. Y quedaron en animar a la mujer a que se agarrara a la cebolleta y subiera al purgatorio, donde iniciaría el proceso de ser consciente de todo lo que tenía que limpiar antes de entrar al cielo.

Pues bien: aquel niño bajó, y cogió la cebolleta por un extremo. La vieja, que no sabía que la soledad infinita fuera tan horrible, de inmediato se agarró al otro extremo, y le dijo al chaval que tirara con fuerza. Pero hete aquí que algunos de los que estaban en la misma situación que la vieja, al ver aquello, intentaron también salir, y se agarraron a los pies de la vieja. Y ella, que quizás podría haber actuado de otra forma, empezó a pegar patadas, a escupir a los que se agarraban desde abajo, y a insultarles, y a gritarles: 

- Esta cebolleta es mía, es producto de mi generosidad, y me va a salvar sólo a mí. Porque yo he hecho algo bueno en mi vida, no como vosotros, que sois absolutamente malos. ¡Así que dejadme en paz!.

En aquel momento la cebolleta se partió justo por la mitad, y la vieja avara cayó de nuevo a la soledad absoluta, por no ser capaz de aceptar que otros pudieran acogerse a la pequeña ayuda que un pequeñuelo intentó prestarle.


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