EL PERRO

 


Se cuenta que un hombre, reducido a la mendicidad, abandonó su gente y se fue a la aventura. Extenuado por el hambre y el cansancio, llegó a una ciudad de grandiosos palacios, y se encontró siguiendo a un grupo de altos personajes, todos encaminados en la misma dirección. La comitiva entró en una especie de palacio real, donde un anfitrión de aspecto imponente recibía a los visitantes rodeado de pajes. Se les ofreció un suntuoso banquete, pero nuestro hombre se mantuvo apartado, escondido y todo confundido, con la esperanza de que nadie lo descubriera.

Mientras el mendigo permanecía escondido y todos comían, he aquí que llegó un paje con cuatro perros de caza, vestidos con una gualdrapa de brocados, collares de oro y frenos de plata. El lacayo amarró cada perro al puesto que le estaba reservado, y puso delante de cada uno de ellos un plato de oro colmado de exquisitos manjares.

Afligido por el hambre, el hombre contemplaba aquella comida, y hubiera deseado acercarse a cada uno de aquellos perros para comer con él, pero el miedo se lo impedía. Cuando he aquí que uno de aquellos perros levantó los ojos del plato y lo miró: el Altísimo le inspiraba el conocimiento de las condiciones de aquel desgraciado. El perro se apartó del plato, haciendo una señal al hombre para que se acercara.

El mendigo se acercó y comió, después hizo ademán de irse, pero el perro le hizo una señal de que se llevara también el plato, con la comida que había sobrado, empujándolo con la pata hacia él. Entonces el hombre recogió el plato, que era de oro macizo y huyó del palacio sin que nadie lo advirtiese. Atontado por lo sucedido, pensaba entre sí: ”¿Pero cómo es posible que un perro –criatura inferior y privado de inteligencia- se haya dado cuenta de un hecho que escapaba a la mirada del hombre y haya sido capaz de cumplir con una acción tan noble?”.

Entonces, le respondió el Espíritu de Dios, que habla al corazón: “Yo me sirvo de cualquier criatura mía para mis fines de misericordia. Estaba hablando a aquellos comensales, pero ninguno prestaba atención a mis palabras. Todos estaban ocupados en sus asuntos. Solamente aquel perro la oyó y, haciéndome caso, ha llegado a ser así el vehículo de mi providencia para ayudarte”

(J. Gómez Palacios)

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