EL DUCADO
El día de bodas un Príncipe normando entraba en la ciudad con su joven esposa. Los Príncipes iban
en una carroza espléndida tirada por ocho caballos blancos, mientras la ciudad de Benevento, agolpada
a lo largo del camino, aplaudía a los esposos. Pero a un cierto punto la escena cambió: el cortejo había
llegado a la gran plaza, frente al castillo, y allí había un palco con una horca para ajusticiar a un
malhechor. Aquel condenado había sido obligado a meter la cabeza en el lazo. La Princesa, dándose
cuenta de lo que sucedía, rompió en lágrimas.
Entonces, el Príncipe hizo parar el cortejo y mandó al verdugo que esperara. Se dirigió a los
magistrados que estaban en pie en el palco y dijo:
- Señores, la Princesa, mi esposa, como señal de homenaje, en el día en que llegó entre nosotros, pide que
se haga gracia a este hombre.
- Sire –respondieron los cónsules- seremos muy felices de escuchar el deseo de nuestra graciosa Princesa,
pero la ley quiere que este hombre muera.
- Entonces, ¿existen delitos que no se pueden perdonar? – preguntó la Princesa con un hilo de voz.
El consejero del Príncipe hizo notar que, según una antigua costumbre de la ciudad de Benevento,
cualquier condenado podía ser rescatado, mediante la suma de mil ducados.
- ¿Pero dónde quiere que encuentre este condenado una suma semejante?
El Príncipe abrió la bolsa y salieron ochocientos ducados. La princesa, con manos temblorosas,
rebuscó en su portamonedas, pero no encontró más que cincuenta ducados.
- Señores – dijo entonces - ¿no podrían bastar ochocientos cincuenta ducados?
- La ley pide mil – respondieron fríamente los magistrados.
Entonces, la Princesa bajo de la carroza e hizo una colecta entre los pajes y caballeros del séquito.
Todos pusieron, con gusto, en sus manos gentiles aquello que tenían. Hicieron la cuenta final:
novecientos noventa y nueve ducados.
- ¿Ninguno tiene un ducado más, ninguno…?
- Por lo tanto, por un ducado será ahorcado este hombre? – exclamó indignada la Princesa.
- No es culpa nuestra – dijeron los magistrados impasibles en sus capas negras – La ley nadie la puede
cambiar.
E hicieron señal al verdugo para cumplir con su deber.
- ¡Un momento! – gritó la Princesa – Busquen en los bolsillos de aquel infeliz, quizá encuentren algo.
El verdugo obedeció y de uno de los bolsillos del condenado sacó un ducado de oro: era
exactamente lo que faltaba para completar los mil ducados. Precisamente por aquel contributo al precio
del rescate el malhechor se salvó
La Princesa lo invitó al castillo y así, en vez de terminar la jornada enterrado en la fosa, fuera de
los muros de la ciudad, pudo sentarse al banquete de bodas del palacio real.
Comentarios
Publicar un comentario