EL HIELO
En las verdes praderas de un barranco de los Alpes, bajo una gran roca, estaba la madriguera de una liebre de montaña. Como todos los animales silvestres, estaba flaca y se alimentaba de toda clase de herbajos. Pero tenía dos vestidos, un lujo que la naturaleza le concedía gratuitamente y sin peligro de hacerla ambiciosa. Las flores, que veían a la liebre en verano, conocían bien su chaquetilla gris oscuro con una gran mancha en el pecho. Los hielos y las nieves, que la veían en invierno, conocían su abrigo limpio y blanco. Las flores no consideraban a la liebre un personaje importante, porque creían que tenía, como los otros animales, un solo vestido. Pero las rocas y los abetos, que la veían todo el año, sabían que tenía dos vestidos, y la tenían en gran estima porque la creían rica y sabían que era siempre humilde y educada.
Al acabar el invierno, cuando la liebre se preparaba para cambiar de vestido porque el aire era menos frío, en la gran roca que había sobre la madriguera había un trozo de hielo agarrado con fuerza a una grieta.
- ¿No te decides a irte? – le dijo un día el abeto más cercano – Tus hermanos se han ido hace ya tiempo.
- ¿Irme yo? Yo me quedo. En el invierno no he hecho más que ansiar la primavera con sus colores, el verano con su luz y el viento que parece una caricia; y la alegría de las flores y la hierba, y el cielo limpio y luminoso. Incluso sé que las liebres cambian de vestido como preparándose a una fiesta. ¿Por qué no puedo conocer tantas cosas bellas?. ¡He decidido quedarme hasta la primavera, incluso hasta el verano!
- Quédate si quieres.
- Eso, amigo, es asunto mío.
Cuando el aire comenzó a ser más cálido, el trozo de hielo quiso ponerse más a resguardo del sol; se salió de la grieta y se dejó caer en un rincón de la roca donde el sol no llegaba y desde el que podía asistir cómodamente al espectáculo.
- ¡Qué manera de presentarse! – chilló algo.
- Lo siento –dijo el trozo de hielo- No sabía que estaba usted. Me presentaré: soy un trozo de hielo, el último del invierno.
- Tanto gusto; yo soy un cartucho, un cartucho de fusil de caza.
- ¿Cómo está usted? ¿Está cargado, o descargado? ¿Qué piensa de la primavera y del verano? ¿Qué planes tiene para el futuro.
- Muchacho, no nos tomemos confianzas.
Era un cartucho muy duro y soberbio, y veía todas las cosas desde el punto de vista de los cartuchos.
- Soy de la mejor marca y cargado, naturalmente, y si estoy aquí es por un desgraciado contratiempo. Durante una batida de caza, el cazador me ha perdido, iba a la caza de una liebre y yo era el último cartucho que le quedaba. La liebre puede dar gracias a Dios. Si el cazador me tuviera, no habría escapado. Conmigo no se juega.
- Pero, ¿qué ha hecho la liebre?
- No ha hecho nada. No debía de haber nacido liebre. Si la encuentro, la mato.
- Hay espacio para todos en este mundo.
- No te metas en mis asuntos. Espero que el cazador pase por aquí y me vea. El resto es asunto mío.
El aire era apacible y la liebre iba por los alrededores buscando comida; y el trozo de hielo buscaba el lugar más profundo y fresco del rincón; quería a toda cosa ver las flores de los rododendros, los tallos alpinos, la suavidad de las hierbas nuevas, el cielo limpio y luminoso. Ya no debía faltar mucho.Una mañana, al
despertarse, no vio al cartucho. Había huellas recientes de un hombre a los pies de la roca. ¿Habría pasado el cazador? ¿El cartucho habría encontrado al fusil? ¡Era necesario y urgente advertir a la liebre del peligro!. Pero la liebre estaba fuera de la madriguera. Al trozo de hielo no le quedó más remedio que quedarse en la roca e imaginarse cosas tristes. Al medio día escuchó un tiro.
Por la tarde, arrastrándose con dificultad, llegó la liebre. Estaba enferma, sangraba, tenía fiebre. - ¡Pobre! –exclamó el trozo de hielo, que no tenía el corazón de hielo
- ¿Qué te ha sucedido?
- No lo sé – respondió la liebre, dejándose caer en la entrada de la madriguera- He visto una luz, he oído un ruido, estoy herida, tengo sed.
. El trozo de hielo no quiso oír más. Se acercó a la orilla del rincón de la roca, aún caliente por el sol, y comenzó a derretirse. Cayó con gotas finas y frescas sobre las heridas de la liebre, en gotas restauradoras sobre los labios ardientes.
- ¿Quién llora allá arriba? – balbuceó la liebre, sorprendida, reponiéndose poco a poco.
Pero el trozo de hielo no pudo responderle. Se había disuelto del todo. Y los rododendros aún no habían florecido, y el cielo aún no era brillante y azul.
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