LA ROSA

 
 
El poeta vivió muchos años en París. En compañía de una amiga francesa iba todos los días a la Universidad por una calle muy frecuentada. Allí, en un rincón, encontraba sin falta a una pobre mendiga que pedía limosna a los viandantes. La viejecita, como una estatua, sentada en su nicho habitual, permanecía imovil, tendida la mano y fijos los ojos en el suelo.

El poeta nunca le daba nada, al contrario que su compañera, que casi siempre dejaba caer en su mano alguna moneda. Un día la joven, maravillada por la actitud del poeta, le preguntó:
- ¿Por qué no le das nunca nada a esa pobrecilla?
- Creo que hemos de darle algo a su corazón, no a sus manos -respondió el poeta.

Al día siguiente, el poeta llevó una espléndida rosa entreabierta, la puso en la mano de la mendiga e hizo ademán de continuar. Entonces sucedió algo inesperado: la mendiga alzó las manos, miró al poeta, se levantó del suelo con mucho trabajo, tomó la mano del hombre y la besó. Acto seguido, se fue, estrechando la rosa contra su pecho.

Nadie la volvió a ver durante toda la semana. Pero ocho días después, la mendiga de nuevo apareció sentada en el mismo rincón de la calle, inmóvil y silenciosa, como siempre.
- ¿De qué habrá vivido la mujer en estos días en que no recibió nada? -preguntó la joven francesa.
- De la rosa -contestó el poeta.

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