LA OLLA



Cuenta una antigua leyenda que, en una de las regiones más hermosas del mundo, existió hace cientos
de años un pueblo que poseía una olla de metal con poderes extraordinarios. Cualquier cosa que se
depositara en su interior se multiplicaba sin fin. Si se ponía comida, la comida nunca se acababa por
más que se sacara de su interior. Si ponían monedas de oro, nunca se terminaban por más que sacaran
de su interior.
Cuentan que en un momento de peligro, la olla de metal fue enterrada por aquel pueblo en un lugar
desconocido, para que no cayera en manos de su enemigo que estaba a punto de arrasar su pueblo. Por
desgracia fueron vencidos y arrasados, y de la olla nunca más se supo. Desde entonces la leyenda no ha
dejado de contar los poderes tan asombrosos que tenía aquella prodigiosa olla.
Cientos de años después, una niña, haciendo un hoyo en la tierra de su jardín, la encontró por
casualidad. Sorprendentemente estaba como nueva, su metal relucía tanto que el cielo podía verse
reflejado en ella.
Llamó a sus padres, y éstos pronto quisieron comprobar si se trataba de la olla de la leyenda. Pero por
más cosas que pusieron en su interior, allí no ocurría nada. Lo primero que pusieron fue un anillo de
oro y unos pocos billetes, con la esperanza de que se multiplicaran y les hicieran ricos multimillonarios.
Pero no hubo manera de que nada de lo que depositaban en su interior se multiplicara. Sus sueños
de riquezas y lujos se esfumaron. No había duda de que aquella olla no era la de la leyenda. Y quizá la
leyenda no era más que eso, una leyenda inventada.
Al final le devolvieron la olla a la niña diciéndole que aquello era un cacharro inservible. Pero para la
niña seguía siendo su olla mágica, su objeto preferido para jugar. Un día coincidió que en su colegio
estaban haciendo una campaña solidaria a favor de unos pueblos de África donde sus habitantes pasaban mucha necesidad. Los alumnos que quisieran podían colaborar entregando de sus casas objetos como:
utensilios para cocinar, medicinas, ropa, juguetes...
La niña decidió desprenderse de su olla de metal, reluciente como el cielo. Y ésta fue enviada a África, junto con todas las cosas que otros alumnos del colegio dieron.
La olla de metal fue a parar a uno de los poblados más pobres de África. Allí la gente no tenía casi nada para comer. Pero al ver aquella olla, cada uno del poblado trajo de su casa lo poco que tenía para ponerlo allí dentro y hacer un guiso entre todos.
Uno trajo la única patata que tenía, otro trajo la sal, otro puso el último trozo de carne que le quedaba,
otro puso la poca verdura que tenía, otro llevó los seis garbanzos que le quedaban, uno trajo el último
litro de agua potable que quedaba en el pozo. Otro puso la leña de su casa y otro puso lo único que
tenía, el fuego.
Cuando terminaron de hacer el guiso, y se pusieron a repartirlo entre todos, se dieron cuenta de que
por más cucharadas que sacaban de la olla, siempre había la misma cantidad de guiso en su interior.
No se terminaba nunca. Comieron todos hasta saciarse, y después llevaron aquella olla prodigiosa
hasta otro poblado donde también padecían por el hambre, para que comieran hasta saciarse. Una vez
estuvieron todos saciados, la olla quedó vacía.
Los de este segundo poblado, muy agradecidos por la comida tan sabrosa que les habían ofrecido
sus vecinos, depositaron en el interior de la olla, como agradecimiento, los pocos objetos de valor que
tenían: uno puso las únicas monedas que tenía, otro puso un anillo, otro puso un billete pequeño, otro
un collar, otro unas pocas semillas de trigo, y otro dio unas pocas semillas de maíz. Taparon la olla y se la devolvieron muy agradecidos.
Pero cuando los del primer poblado la abrieron y empezaron a sacar lo que había dentro, se dieron cuenta de que por más anillos, semillas, monedas y billetes que sacaban de su interior, nunca se terminaban. La
olla seguía igual de llena.
Entonces comprendieron que aquella olla tenía el poder prodigioso de multiplicar todo lo que la gente ponía en común y compartía cuando había una necesidad. La leyenda de la olla de metal era cierta, y ahora estaba en el único lugar donde podía estar, en manos de un pueblo que había descubierto el secreto
para hacerla funcionar, un pueblo que sabía cooperar y compartir en la necesidad.
Y cuando no la usaban, la enterraban en un lugar desconocido, para que sus enemigos, los pueblos de
gentes codiciosas y egoístas, no se la pudieran arrebatar.

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