FRUTA SOÑADA
Había una vez un pequeño poblado metido dentro de la selva. En un claro del bosque se encontraban diseminadas las casitas y las chozas de los habitantes de aquel pequeño grupo humano primitivo, que vivía de lo que el bosque daba de sí mismo.
Para abastecerse de agua, las mujeres tenían que bajar cada día por el sendero que conducía hasta el vallecito. En la parte baja de ese valle había unas grandes piedras desgastadas por la erosión, donde se acumulaba el agua que muy lentamente se filtraba por entre las grietas de las rocas, viniendo de vaya a saber qué capa profunda de la montaña. No había una fuente de la que saltara un chorro de agua. No. Ésta se acumulaba lentamente durante la noche y llenaba esa especie de olladas que había en las piedras del fondo del valle. Por la madrugada, las mujeres venían con sus cántaros, o sus calabazas, para recoger la que necesitaban.
Una mañana sucedió que una de las muchachas de la tribu se adelantó a todas las demás. Apenas se estaba coloreando el cielo con las luces del amanecer. El senderito estaba a oscuras a causa de los árboles que le tapaban el cielo donde las estrellas se iban apagando lentamente para dar paso al día. Cuando llegó al depósito de agua, dejó uno de los cántaros en el suelo y se dispuso a cargar el otro, sumergiéndolo. De repente se detuvo. Porque a pesar de que todo estaba bastante oscuro, el fondo de la olla parecía más claro, y allí se veía nítidamente una hermosa fruta. Una de esas frutas grandes, sabrosas, que el bosque suele producir en los lugares más húmedos y fértiles. Pero la fruta estaba en el fondo y no había manera de poderla sacar con la mano.
La tentación era grande. Por un lado la fruta estaba allá en lo profundo, y por otro, no era fácil conseguirla sin el peligro de caerse al agua. Surgió así una idea en la joven. Vaciaría el depósito para que al quedar seco, pudiera descender y tomar la fruta tentadora sin correr peligro. Claro que ello no era muy correcto. Dejaría a sus amigas sin posibilidad de llenar sus cántaros durante varias horas. Pero al final la tentación pudo más y puso manos a la obra. Cántaro a cántaro, y viaje a viaje, fue llenando sus vasijas de agua, para volcarlas unos pasos más allá. Cuando movía la superficie, se emborronaba la fruta del fondo, y al regresar, ya aquietada el agua, volvía a ver nítidamente lo que buscaba. En un par de horas consiguió vaciar todo el depósito.
Pero entonces su sorpresa fue enorme. La fruta ya no estaba allí. El día había llegado con toda su luz y mostraba el depósito seco y sin nada dentro. La muchacha quedó perpleja y sin saber lo que había sucedido.
En ese momento el búho, viejo pájaro sabio de la tribu, le chistó desde lo alto de un tronco cercano. La joven miró para arriba, casi asustada, pensando que alguien la llamaba. Y descubrió la verdad. La fruta que ella había estado buscando en el fondo, se encontraba justo encima de su cabeza, colgada de la rama de un árbol frutal. Lo que se reflejaba en el fondo del agua era simplemente la imagen de la fruta real que estaba suspendida arriba. Por eso la veía tan iluminada en el fondo oscuro.
La joven había derrochado todo su tiempo y el agua de la fuente, persiguiendo solo una imagen de la realidad, cosa que suele suceder con frecuencia a los jóvenes cuando buscan apasionadamente el amor, la vida o la amistad.
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